Eso de que después de la tormenta siempre viene la calma y otras muchas mierdas que nos contaban de pequeños para que no se nos hiciese tan duro el crecer, el vivir en un continuo desorden.
Podríamos recriminar a la sociedad la infelicidad que poco a poco nos come las entrañas, quizá deberíamos hacerlo, pero, ¿sabéis? Eso, probablemente, no cambiaría nada.
Me gustaría decir que mis bajones son prácticamente instantáneos, que al día, a los dos días, estoy bien, pero no puedo.
Es posible que al día siguiente de haber llorado toda la noche y gran parte de la tarde esté perfectamente, o al menos, lo parezca. Que no se me marquen las ojeras y que la sonrisa siga igual de recta que siempre. Pero si algo he aprendido en esta vida es que nada es lo que parece y eso, amigos, es una gran putada. ¿Putada? Putada porque los gritos de auxilio que llevas clamando desde que eras un puto embrión se quedan en tu interior, desgarrándote día a día, impidiéndote olvidar de lo que parece ser, es la mayor tortura jamás concebida, una tortura, llamada vida.
Quizá ahora penséis que esto es demasiado exagerado, pero, no sabéis lo que es despertarte todos los días sabiendo que tienes a dos personas contadas. Pero en realidad, lo realmente duro es cuando incluso esas dos personas te fallan. En ese momento te percatas de que, efectivamente, nada es lo que parece, los sueños no se cumplen, la gente predestinada a estar sola lo estará siempre. Y eso nada ni nadie podrá cambiarlo.
Siempre he pensado, (o al menos he querido pensar) que esto era una puta pesadilla, sí, de estas de las que te levantas empapado en sudor y lágrimas, pero, no, esto es la vida real. Una vida en la que la gente a la que le importas (si es que hay alguien) los cuentas con los dedos de una mano, y te acaban sobrando, nunca faltando.
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